“Pasan tus aguas”
Un recorrido poético por el s.XX
Por Antonio Barnés. Profesor de literatura española en la Universidad Complutense de Madrid.
Ivanka Demchuk, Baptism of Christ (2015).
Antonio Machado sueña que una fuente fluye en su alma. ¿De dónde mana? La serie concluye que es Dios quien se haya en el corazón, quizás como artífice de la inspiración poética:
Anoche cuando dormía
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que una fontana fluía
dentro de mi corazón.
Di, ¿por qué acequia escondida,
agua, vienes hasta mí,
manantial de nueva vida
de donde nunca bebí?
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que una colmena tenía
dentro de mi corazón;
y las doradas abejas
iban fabricando en él,
con las amarguras viejas
blanca cera y dulce miel.
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que un ardiente sol lucía
dentro de mi corazón.
Era ardiente porque daba
calores de rojo hogar,
y era sol porque alumbraba
y porque hacía llorar.
Anoche cuando dormía
soñé, ¡bendita ilusión!,
que era Dios lo que tenía
dentro de mi corazón.
Lo divino ha rondado a menudo la reflexión sobre la inspiración, ya desde los griegos. Y el agua, que cae del cielo, que inunda la tierra, que irriga los campos y que calma la sed, es fluido muy adecuado para expresar la conexión entre el hombre y la divinidad.
Lo hace, por ejemplo, el soneto “Gracias, Señor” de José García Nieto, premio Cervantes en 1996, que sitúa la palabra de Dios en la base de la palabra del poeta:
Gracias, Señor
Gracias, Señor, porque estás
todavía en mi palabra;
porque debajo de todos
mis puentes pasan tus aguas.
Piedra te doy, labios duros,
pobre tierra acumulada,
que tus luminosas lenguas
incesantemente aclaran.
Te miro; me miro. Hablo;
te oigo. Busco; me aguardas.
Me vas gastando, gastando.
Con tanto amor me adelgazas
que no siento que a la muerte
me acercas...
Y sueño...
Y pasas...
En otro poema de García Nieto: “El oficiante”, el poeta es la tierra “que se anega” y tiembla bajo el agua que recibe.
El oficiante
Eres, Señor. Y estás. Y así te vivo
cuando tu nombre hasta mi verso llega.
Entonces soy la tierra que se anega,
y tiemblo bajo el agua que recibo.
Como una miel que tercamente libo,
rebrilla tu palabra entre mi siega
de palabras... Ya sé; la cárcel ciega
de mi mano no es digna del cautivo.
Pero yo te convoco y Tú desciendes;
toco la luz y el corazón me enciendes.
Luego te entrego a los demás, Dios mío.
Puente soy que a tu paso me resiento;
hambre tengo y te doy por alimento,
y abajo, con la muerte, suena el río.
El presocrático Heráclito presentó el río como paradigma de su “todo fluye”. De esa estirpe es el poeta Juan Ruiz Peña, a quien la contemplación del agua sugiere nuestro manar en Dios, en su poema “Busca de Dios”:
Busca de Dios
Medito junto al río,
que el pensamiento su verdad revela:
hojas, aguas, tú mismo;
¡fluimos siempre en la corriente eterna!
Blas de Otero se pregunta por la posibilidad de que Dios “sólo consistiera / en tierra, en agua, en fuego, en sombra, en viento”. Pide el poeta a Dios, a quien define como “agua y sed de los humanos”:
Muerte en el mar
Si caídos al mar, nos agarrasen
de los pies y estirasen, tercas, de ellos
unas manos no humanas, como aquellos
pulpos viscosos que a la piel se asen...
Ah, si morir lo mismo fuese: echasen
nuestros cuerpos a Dios, desnudos, bellos,
y sus manos, horribles, nuestros cuellos
hiñiesen sin piedad, y nos ahogasen...
Salva, ¡oh Yavé!, mi muerte de la muerte.
Ancléame en tu mar, no me desames,
Amor más que inmortal. Que pueda verte.
Te toque, oh Luz huidiza, con las manos.
No seas como el agua, y te derrames
para siempre, Agua y Sed de los humanos.
A Javier de Bengoechea el agua y el río naturales le sirven para metaforizar un agua y un río divinos, que nutren a los hombres-árboles:
Río y Tú
El agua para nadie es un camino.
Hay un puente que salta a toda prisa,
que no se moja nunca: se imprecisa
en su sombra otro puente submarino.
La sombra sí se moja: ese es su sino.
Hay un río de Dios que no se pisa,
unos árboles hombres, y hay tu brisa,
y hay mi sombra mojada en tu destino.
¡Ay, mi sombra en el río! Si yo firme,
en la orilla, ella brilla y se renueva.
Veo el agua de Dios, y voy a hundirme.
¡Ay, qué fondo tan hondo que me eleva!
Pasa Dios junto a mí, que quiero irme.
Sólo coge una sombra, y se la lleva.
Más de 100 veces aparece el agua en los salmos bíblicos. No puede extrañarnos que en el siglo XX Miguel Fernández haya escrito un salmo “de la gota de agua”. Con él concluimos nuestro escarceo sobre el agua en la lírica española del siglo XX.
Salmo de la gota de agua
Esta gota de agua que Tú dejas colgada
para que el sol la ponga rubia como una uva
y que encima de mí balancea su universo,
puede morir, Señor, si empujas con el dedo
una cinta de aire que le llegue a la entraña
o le avivas la sed a ese pájaro torpe
que en torno se desliza.
Mientras tiembla de frío en la esquina del árbol,
sirve para mirarla encendida de agua
y de un zumo que, acaso, sea un poco de Ti.
Ya tienes aquí el mundo submarino del río
y más lejos el mar abrazando la tierra
y las fuentes, la lluvia para lavar las torres,
la piscina cubierta por barcos de papel
y la saliva Tuya que nos cubre la vida.
Pero arriba, colgando como un recién nacido
planeta luminoso,
esa gota de agua nos apaga la sed
porque Tú nos has dicho que, al verte, la saciamos.
El estío nos cubre con un humo impalpable
para entibiar acaso Tus palabras que vuelan.
Pasan las flotantes brozas,
las uñas afiladas que cortan el cristal,
el tren interminable de criaturas,
todos los días que llevan delante la letra de Tu
nombre.
Y te buscamos en las aguas revueltas
o en el misterio de una puerta cerrada
sin darnos cuenta, Señor,
que sonríes delante de los ojos,
tan cerca, que rozamos Tu túnica de colores
y creemos que ha sido un arco iris o el viento.
Te busco en las cosas pequeñas para verte,
ahí arriba, donde la presencia diminuta de la dicha,
balancea el milagro, la leve eternidad
de una gota de agua.